Atrévete a recorrer sus calles coloniales, respirar la tranquilidad de sus amaneceres y la magia que le es propia a esta bella villa, contigo como mejor compañía
Narradora: YOLANDA JIMENA RAMÍREZ RIVERA
Ahí estaba finalmente, justo en el centro de la inmensa Plaza Mayor de la antigua ciudad de Nuestra Señora de Santa María de Leyva, o Villa de Leyva, como hoy se le llama. Maravillada, redescubriendo un lugar que anhelaba conocer, al que crecí viendo en los libros, las guías turísticas, la televisión y la internet.
Viajar me devuelve siempre a la niñez, al asombro y el disfrute de lo simple. Y hacerlo sola, cuando se ha llegado a la mediana edad, tiene un encanto particular, el de la inquietud y los temores, y también, el de la aventura de los tiempos de adolescencia y juventud, que a veces olvidamos.
Morral al hombro y bastón en mano -compañero de vida desde hace algunos años-, emprendí mi ruta hacia tierras boyacenses desde el terminal del norte en la capital colombiana, Bogotá; en un recorrido de poco más de dos horas y media. Una ruta nueva que me mantuvo atenta a lo simple, a la belleza del paisaje, al buen estado de la vía, a los lugares por los que pasaba; regalándome pronto esa sensación de plenitud y seguridad estando conmigo como única compañía.
Viajar por tierra tiene la magia de ver pasar ante los ojos como en una película, absolutamente todo, hermosos valles y montañas, el emblemático Puente de Boyacá a lo lejos, y Tunja, la capital Boyacense, recorrida en su periferia. Por eso preferí no dormir, pues cuando el camino es nuevo, estar atento es casi una exigencia para el espíritu viajero.
La encantadora villa
Villa de Leyva embruja toda ella, desde que se ingresa por las estrechas callecitas hasta el terminal de transportes; pequeño y funcional para los viajes que a diario emprenden decenas de personas hacia los pueblos y atractivos turísticos vecinos como la Casa Terracota, los Pozos Azules, el Museo El Fósil, el Parque Arqueológico de Moniquirá; viñedos y cascadas cercanas, o simplemente, de retorno hacia la misma Bogotá.
Mi refugio por tres días fue un hermoso, pequeño y acogedor hotel boutique de apenas siete habitaciones, a seis cuadras del Terminal y tan sólo a tres de una de las esquinas de la Plaza Mayor. Una casona colonial recientemente remodelada, como hay muchas otras en la hermosa villa, que me regaló una vista fantástica de los atardeceres y un despertar tranquilo con los trinos de los pájaros.
Caminar por las calles empedradas me devolvió a las clases de historia y me centró en sentir y disfrutar de la hermosa Villa de Leyva, tan cuidadosamente conservada; que, en esa primera semana de enero, se puede transitar sin el estrépito que suele haber en otras épocas del año, e incluso en fines de semana, cuando la vida cultural es aún más intensa, y lo apacible se convierte en bullicio por la alta circulación de turistas.
La Plaza es enorme, totalmente empedrada, con una pequeña fuente en el centro, en donde antiguamente se abastecían de agua los lugareños. 14.000 metros cuadrados rodeados de hermosas edificaciones, museos, casas de artesanías, bares y restaurantes, y la hermosa Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, un verdadero tesoro arquitectónico de estilo colonial, construida en el siglo XVII.
Solitaria durante las primeras horas de la mañana, la plaza es sin embargo atravesada o rodeada de manera permanente por cientos de turistas desde la mitad de la mañana y hasta cerca de la media noche, incluso en temporada baja. Es el corazón de un centro histórico fundamentalmente dedicado a la actividad patrimonial y cultural; la institucionalidad, la oferta gastronómica y toda la actividad artesanal y comercial en torno al turismo.
Recorrí Villa de Leyva de martes a jueves, de manera tranquila y pausada, perdiéndome una y otra vez entre sus calles tan parecidas todas, adentrándome en los zaguanes de algunas viviendas; en las iglesias y sedes de las instituciones locales, como la Casa de Don Juan de Castellanos, sede de la Alcaldía y de ofertas gastronómicas y comerciales que dan vida a la gran Plaza Mayor; o la Casa del Primer Congreso de las Provincias Unidas de Nueva Granada, de la recién independizada República, que hoy alberga al Concejo Municipal; todas ellas, parte de la inmensa riqueza arquitectónica que han hecho merecedora a esta ciudad, de la distinción como Monumento Nacional, y destino destacado de la Red Turística de Pueblos Patrimonio de Colombia.
Disfrutar de lo simple
Si viajas como yo lo hice, en temporada baja, cuando apenas despuntaba el nuevo año, es posible que encuentres muchos museos y otros habituales atractivos cerrados; o que tu plan de hacer algunos recorridos guiados, no se cumpla por la baja afluencia de turistas que impiden llenar los cupos de los paquetes ofertados; pero incluso entonces, siempre hay otras opciones para continuar disfrutando sin libreto previo y de manera distinta.
Aprender a resolver sobre la marcha me recordó la delicia de estar conmigo, de poder reiniciarme de inmediato luego de una pausa, para cambiar planes y disfrutar de todo. Sentarme entonces frente a una deliciosa y crocante milhoja, repleta de arequipe y crema pastelera, acompañada de un reconfortante café americano; disfrutar de la popular paleta de arándanos, a la sombra de un centenario árbol en uno de los hermosos parques; y de un delicioso y tradicional cocido boyacense justo a la hora del almuerzo, para luego continuar transitando con curiosidad las calles del centro histórico. Un plan perfecto.
La Casa Museo Antonio Nariño, última morada del precursor de la independencia de Colombia y Monumento Nacional desde 1961, ofrece visitas guiadas, exposiciones temporales y una permanente que refleja la cotidianidad en los hogares coloniales, y obviamente, el inmenso legado de Antonio Nariño en la historia política de Colombia.
Unas cuadras más adelante, la iglesia de Nuestra Señora del Carmen y sus alrededores, de singular belleza, en donde algunos turistas juegan a ser habitantes de la colonial villa, vistiendo trajes de época y registrando el momento en imágenes, es como un escenario pensado para película.
Retornando a la Plaza Mayor, en su costado occidental, la Casa Museo del Maestro Luis Alberto Acuña, de más de 300 años de antigüedad, recuperada por el escultor e historiador santandereano, en la cual se exhibe una significativa colección de obra pictórica, murales, esculturas, terracotas y antigüedades del Maestro, considerado uno de los artistas más importantes en el arte latinoamericano del siglo XX; creador e impulsor del movimiento Bachué, que abordó el nacionalismo, los paisajes, las narrativas ancestrales y costumbristas, como rasgos particulares de la identidad nacional. Un lugar en el que es posible observar copias de algunas obras de autores famosos, como el Greco y Rembrandt, y en el cual se exponen igualmente tapices, frisos y murales sobre el periodo cretáceo; además de fósiles, objetos arqueológicos y artesanales.
Y en ese perderse infinito entre calles, encontrarse de repente con la obra del escultor cartagenero Edgardo Carmona, en el Parque Antonio Nariño. Ensamblajes de gran tamaño, en acero, que parecen custodiar sus cuatro esquinas, y otorgan un magnífico contraste de modernidad a la monumental y tradicional villa.
Al caer la tarde, un atardecer de peculiar belleza regala otra mirada distinta de la hermosa Villa de Leyva. El repicar de las campanas invita al peregrino a acudir a la iglesia de Nuestra señora del Rosario, mientras en los alrededores se encienden los faroles, y con ese igualmente atractivo telón de fondo, comienza para muchos otros la vida nocturna.