Hoy, más que nunca, se ha perdido la credibilidad del consumidor final en lo que se comunica.

Por: Julián Espinosa
Abogado egresado de la Universidad del Cauca. Especialista en Cultura de Paz y Derecho Internacional Humanitario de la Pontificia Universidad Javeriana.

Comunicarse es esencial para la humanidad. Empezamos a comunicarnos mucho antes de conocer el fuego, comer carne o, incluso, caminar erguidos. De la comunicación nacen las estrategias, los acuerdos y desacuerdos, que son el motor de los cambios sociales. Indudablemente, poder expresar nuestras ideas es uno de los factores que determinan la civilización y la interacción en comunidad.  Dicho esto, es fácil deducir el poder que tiene la comunicación y la influencia que ejerce en nuestro diario vivir. No podemos, por tanto, evitar que los medios de comunicación masivos afecten de manera positiva o negativa nuestra visión del mundo, no porque no tengamos capacidad de discernimiento o criterio propio, sino porque la fuerza que tiene la palabra escrita, transmitida o difundida por cualquier otro medio, ya sea físico, remoto  o digital, tiene un halo de veracidad innegable. Sin embargo, como en todo lo demás, parecer no siempre significa ser.

El poder de la información pública existe desde antes de la misma escritura, pero se masificó con la invención de la imprenta por Johannes Gutenberg en 1450 y aún antes, con los bandos gritados a pleno pulmón y otras estrategias de difusión de las noticias y las ideas. Alternamente, nació la noción de aprovechar la masificación de los mensajes para apoyar o, mejor, impulsar posiciones de dominación de la opinión de los pueblos, dando a los dueños del medio comunicativo contraprestaciones acordes con el servicio que prestaran al señor poderoso. Desde entonces, no había sucedido nada extraordinario, revolucionario, que cambiara las reglas de juego en aspectos comunicativos, hasta la masificación de la Internet en los años 90. Ese punto de inflexión, esa coyuntura, cambió en pocos años una estructura piramidal de la noticia (El poder político y económico, un dueño de medios al servicio del anterior, un editor, Un equipo periodístico, un conglomerado de consumidores finales) a otra mucho más compleja, donde los hilos invisibles (o no tan invisibles) del poder político, se enfrentan con la libertad casi absoluta de publicar de manera inmediata y sin filtros que el ciudadano común adquirió de un momento a otro.

Hoy, la información no necesita de un medio reconocido para difundirse. Muchas personas que no son periodistas ni comunicadores sociales tienen acceso, prácticamente irrestricto, a publicar lo que quieran. Todos los días vemos noticias que se generan desde un celular cualquiera, cuyo dueño grabó y  documentó un hecho que, en pocas horas, se hizo tendencia local, nacional o mundial. Esto se ha convertido en un verdadero reto para las empresas dedicadas a hacer de la comunicación un negocio, pues, en muchos casos, tienen la difícil tarea de encarrilar la información para que no se distorsione y, en otros, la aún más difícil de esconder la verdad que ya todo el mundo supo y que no le conviene a los dueños del informativo.

Sin embargo, a pesar de que se haya potenciado la libertad de informar y contar lo que está pasando, debido a que cualquiera tiene acceso a un dispositivo para conocer o subir información a la red, todavía existe la necesidad de creerle a alguien que, suponemos, sabe más que nosotros. Ese ha sido el verdadero poder de los medios tradicionales: generar en el público una sensación de veracidad, lo que también es fundamental para el éxito y la subsistencia de los medios alternativos. Aun así, aunque la presión de las altas esferas del poder siempre ha estado y sigue estando presente en la redacción de los temas noticiosos, tradicionalmente se ha querido ignorar, pues se hace muy incómodo hacer una reflexión concienzuda de cada noticia, analizando si el sentido que el periodista le da obedece o no a la voluntad de la gente que le paga el sueldo. No obstante, hoy por hoy el ciudadano común ha empezado a no tragar entero y a dudar de la veracidad de la información, lo que llega a convertirse en un caos.

Los nuevos medios de difusión que nacen a raíz de la masificación de la tecnología digital y de la informática arrasan hoy en día con el mercado de la noticia. Por supuesto, los periódicos, revistas, magazines, noticieros y demás medios tradicionales acudieron de inmediato a complementar sus versiones físicas y de difusión por ondas con páginas web, flayers informativos, redes sociales y demás recursos que ofrece la alternatividad informativa. Sin embargo, esto no ha sido suficiente para frenar la incontenible tendencia del público a migrar hacia nuevos formatos periodísticos que, al menos en apariencia, están menos sujetos a los intereses de grandes capitales y grupos económicos. Estos nuevos medios acuden a la misma premisa de los tradicionales: Independencia. Algunos realmente gozan de ella, otros, confiesan abiertamente filiaciones y la mayoría solo disfrazan sus tendencias políticas y sus lealtades. Por supuesto, las nuevas formas digitales de comunicación también reciben, en mayor o menor medida, patrocinio remunerado que muchas veces proviene de la pauta gubernamental o de los imperios económicos de siempre, lo que compromete su tan proclamada independencia, que es, en últimas, el elemento que los diferenciaría, al menos en teoría, de los medios tradicionales. Esta situación exacerba el enfrentamiento entre estos medios habituales y los alternativos, ya que se acusan mutuamente de ser vendidos a poderes económicos y políticos.

El resultado es que, a pesar de que en ocasiones se ven inmersos en los mismos vicios de la comunicación masiva tradicional, el consumidor final de la información está empezando a preferir, cada vez más, los medios digitales alternativos y con visos de independencia, ya que le generan más confianza. Por supuesto, dada la falta de control que existe en la difusión de información al público debemos tener, hoy por hoy, los ojos y oídos aún más abiertos, ser más exigentes, más críticos, analíticos, cernir con un cedazo mucho más fino todo lo que llega a nuestro celular, computador personal, radio, pantalla de televisión o Tablet, ya que si algo ha quedado claro con todo este boom de la información ilimitada es que, como el agua de lluvia en las calles, mientras más nos llega, más basura trae.