Hace dos meses salí de casa con mi mochila cargada de memorias tricolores y afectos fraternos para abrigar el camino cuando me hiciera falta, y es que irse de casa implica tantas cosas… sentirse lejos de la raíz, abandonar la evidencia de lo construido para lanzarse al camino desde el vértigo seductor pero abrumante de la incertidumbre.

Por: Alejandra Ramírez Rivera
Comunicadora Social y Periodista
Estudiante de Maestría en Educación para la Interculturalidad
Universidad Veracruzana
Xalapa, Veracruz (México)

Salí de un Cauca adolorido por el peso de la guerra, con mi apuesta por una educación incluyente desde el corazón y la palabra, dejando de lado lo conocido para nutrir mi ejercicio formativo con otras oportunidades de juntanza en el país del norte, que aportaran a mi ejercicio como educadora desde la interculturalidad, reconociendo que es en lo cotidiano donde habitan las batallas más trascendentales contra la deshumanización de los vínculos, herencia de una violencia sin nombre que nos ha roto una y otra vez el corazón al igual que nuestros lazos identitarios con el territorio.

Debo reconocer que soy de esas periodistas apasionadas con el tema de la memoria, valorando siempre lo que hay detrás de un nombre para dar realce a lo que dice y siente la gente, priorizando las historias por encima de estadísticas y rituales en lugar de conceptos áridos que no hacen honor a la profundidad que habita en la cultura, porque no existe categoría conceptual que aguante el desborde colorido de la diversidad que se cuela por doquier, mientras insistimos en analizar el mundo en blanco y negro.

Es por ello que llegar a México, significó desde un comienzo ese abrazo pleno que venía necesitando mi humanidad migrante, colmado de rostros sonrientes y cercanos, acentos dulces y cantaditos, llenos de diminutivos y largas conversas espontáneas con el conductor, la vendedora y la señora de la fonda, que desplazaron el plan inicial sugerido de mantenerme “alerta” como mujer extranjera y al margen de profundizar en intercambios (como si esto me fuera posible) en razón de procurar mi “seguridad”.

La Muerte, una necesidad cósmica

Debo decir que por el tiempo de emprender mi viaje, varios duelos atravesaban mi vida… cierres de ciclos, muertes materiales y simbólicas que ciertamente me impulsaron a tomar la decisión aplazada por varios años de retomar el rumbo hacia mis sueños y me trajeron por causalidad a tierras mexicanas. Y digo por causalidad porque creo firmemente que la sincronía de la vida que posibilita el aprendizaje, fue la que me trajo a continuar el rumbo en estos territorios repletos de huellas ancestrales y ritualidades sanadoras para la mente, el espíritu y el corazón.

Llegar a México en estos últimos meses del año y puntualmente al estado de Veracruz, significó presenciar desde un comienzo la alegría y el sentir identitario de los mexicanos, empezando por las fiestas patrias hasta la celebración del día de muertos, reflejo de su arraigo a las tradiciones. En particular el presenciar todo lo que rodea la gran celebración del día de muertos en México, ha significado fuertes cuestionamientos internos hacia el sentido de “la pérdida” que se relaciona con la muerte en nuestros contextos, anclado en una lógica fatalista que sustenta el sufrimiento el temor y la inmovilidad.

Dispuestos en todos los lugares comunes como si se tratara de la decoración navideña a la que estamos acostumbrados en nuestros países, en México encontramos simbologías coloridas alusivas a la muerte y altares de todos los colores y tamaños en honor a sus muertos, expresando amorosamente la memoria viva e invitando a sus seres queridos desencarnados, humanos y animales, a un espacio de comunión repleto de colores, alimentos típicos de la gastronomía mexicana como tamales, moles, atoles, dulces y Pan de Muerto, planteando simbólicamente una contundente ruptura con la visión desesperanzadora de la muerte, endulzando la tristeza con cráneos de azúcar y esqueletos de chocolate, ejerciendo resistencia desde lo simbólico y lo sagrado.

Y es que el Dia de Muertos en México es una de las fiestas más importantes para esta cultura en todas las regiones del país, y aunque cuenta con elementos distintos, especialmente en cuanto a las simbologías dispuestas en los altares y los alimentos típicos de cada región, un mismo camino de flores de Cempasúchil se dispone para orientar el camino de los muertos al gran banquete dispuesto anualmente para ellos en los hogares de sus familiares y allegados. Los altares revestidos de manteles y papelillos de colores donde convergen simbólicamente los 4 elementos: tierra, aire, fuego y agua, guardan también los cirios que brindan luz para el camino de retorno de los muertos, al igual que el incienso y el copal para purificar y armonizar el viaje.

Es importante decir que en este espacio de compartir hay lugar para todos. Aunque los preparativos comienzan a mediados de octubre, desde el día 27 empiezan a llegar los muertos, iniciando por las mascotas fallecidas que representan los espíritus guardianes que van señalando el camino de retorno a la tierra de los vivos cada temporada. Posteriormente, desde el día 28 de octubre hasta el 2 de noviembre van llegando a los altares todas las almas viajeras del otro espacio, tanto aquellas que han tenido muertes violentas como accidentes, aquellas que habitan aún en el purgatorio, las almas de los niños y las personas adultas que también han muerto, recorriendo los caminos de flores naranjas, rosas y amarillas, construidos amorosamente por sus familiares.

Muerto el Guerrero, se transforma en colibrí o en mariposa

Lo presenciado en México durante la celebración del día de muertos desafía la temporalidad lineal para presentarnos un sentido circular de la vida que se expresa en la profunda conexión con el acto sagrado de la muerte, propio de las culturas mesoamericanas, como tránsito necesario para la trascendencia de vuelta al útero universal; una especie de metamorfosis acompañada colectivamente, digna de celebración, como el surgimiento de unas alas de mariposa, que permite el tránsito de nuestros muertos hasta el Mictlán, palabra en lengua Náhualt que significa “lugar de los muertos”.  

Este camino de transformación honrado ritualmente, que combina elementos prehispánicos con otros religiosos católicos desde el sincretismo, ciertamente dista mucho de la visión de la muerte como ausencia, vacío y soledad, con la cual hemos crecido en nuestros contextos, desconociendo la belleza que habita en los finales como un nuevo comienzo.

Siendo migrante colombiana y caucana, testiga de las inclemencias de la espectacularización y normalización de la guerra y la violencia, el encontrarme con una versión mágica de la muerte que transmuta la despedida en transición, donde quienes viajan al otro espacio permanecen en fuerte conexión con la vida desde el legado, la memoria, la protección que nos procuran desde ese otro lugar; plantea una esperanza en donde la ritualidad representa la posibilidad de re-existir y reencontrarse, haciéndonos conscientes de nuestra mortalidad y reconociendo cuán importante es morir simbólicamente, cuantas veces sea necesario, para percibir la fuerza del renacer.

Desde esta manera de representar la muerte donde se siente de todo menos tristeza, se honra la memoria de quienes partieron al otro espacio, recordando su presencia, sus gustos y modo de andar, reforzando el sentido de que la existencia persiste en aquellas siembras cotidianas que desde el compartir, se convierten en semillas, asumiendo el resistir a la enfermedad del olvido, la desmemoria y el individualismo, con alegría.

Esta fiesta de la transformación, en un mundo que intenta confundirnos con el ruido de lo efímero, nos ayuda a reconocer los matices en los colores de la vida, planteando la muerte no como ausencia sino como presencia viva.