Todos llevamos en nuestra memoria de ancestros a una mujer aguerrida, ejemplo de lucha y resiliencia. Con esta historia rindo homenaje de gratitud a la memoria de madres y abuelas campesinas que sostuvieron a su generación a punta de amasar luchas y dolores.
POR: ISMENIA ARDILA DÍAZ
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Ana Victoria León Duarte fue una campesina de carácter liberal, temple y verraquera como decimos los santandereanos, a la que no le temblaba nunca la voz ni la fuerza para resolver cualquier situación que se le presentara.
Una de esas mujeres amasadas por la lucha y el sufrimiento constante, criadas a punta de arepa de maíz pelao’, carne asada, yuca y ají, entre cultivos y secaderos de café y cacao, en un rancho de tablas, techado con hojas de nacuma, piso de tierra, cocina de piedras y ollas de barro, para quien la pobreza nunca fue motivo de amargura porque siempre miraba de frente, con arrojo y valentía.
Tuvo la fortuna de nacer y crecer con el siglo XX, el 29 de octubre de 1900 en la vereda La Primavera en San Vicente de Chucuri, territorio de colonos conservadores y liberales que iniciaron las siembras de café ante la crisis del comercio de tabaco, la tagua y el añil en el departamento de Santander.
Casada con otro campesino luchador de su tierra, enviudó a los 54 años. Conoció todos los efectos de los conflictos políticos de ese complejo centenario en Colombia: Desde la guerra civil de Los Mil Días (1789- 1902), el movimiento Bolchevique del Partido Socialista Revolucionario en Colombia–que protagonizó una insurrección el 28 de julio de 1929 en su pueblo natal, hasta la ‘garrotera’ de liberales y conservadores luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 y el surgimiento de las guerrillas.
Su vida estuvo rodeada por el conflicto armado hasta su muerte: Falleció a un mes de celebrar sus noventa años, el 29 de septiembre de 1990, en medio de un paro campesino de los más recordados en la región. Por esas cosas de la vida, la vía que comunicaba al pueblo con la capital del departamento estaba bloqueada hacía varios días, circunstancia que dificultó el ingreso de la familia para asistir al sepelio y vaya paradoja, hasta la presencia de flores vivas en su tumba, las que nunca faltaron en el jardín de su casa: dalias, margaritas, claveles, clavellinas, amapolas, pensamientos, rosas, geranios, cayenas y jazmines multicolores.
Su mirada seria y firme le caracterizó, por lo que siempre le decían: “Doña Victoria”, en señal de respeto y hasta miedo. Con una paciencia impropia de alguien de su carácter, todos los días peinaba su cabello largo y canoso y le tejía una trenza que enrollaba en círculo y aseguraba con ganchos para fijarlo perfectamente, de manera que a ninguna hora del día lucía mal arreglada.
El paso del cometa Halley
Acompañaba regularmente a mi madre en las labores de la casa y nuestro cuidado y siempre nos contaba en las noches emocionantes historias de brujas, duendes, mitos y sustos nocturnos de su niñez en el campo.
En sus entrañables recuerdos, siempre estuvo el relato del paso del cometa Halley por Colombia el 19 de mayo de 1910, que causó pánico entre la gente por la escasa información que tenían del tema. Estuvo junto con sus padres y hermanos arrodillada en el parque principal del pueblo esperando que pasara lo que llamaron “la oscurana”. Un sacerdote orientó la rogativa para que no hubiera una colisión con la tierra y con emoción decía que “la cola del cometa parecía una palmita… tapó el cielo y cuando por fin se retiró sin chocarnos y volvió la luz del día, pudimos levantar rodilla y volver tranquilos a casa”. Por esas cosas de la vida, pudo vivir el segundo paso del astro frente a la tierra, el 9 de febrero de 1986, ya ajena de alharacas y profecías del fin del mundo.
La abuela Ana Victoria apenas cursó tres años de primaria en la escuela donde aprendió a leer y a escribir con una letra cursiva y ortografía perfecta, como daba fe su libreta de apuntes de fechas familiares importantes, guardada entre sus recuerdos más preciados como la antigua tarjeta de identidad postal y la cédula de ciudadanía, un rosario, la caja de dientes y el colmillo de un tigre que según decía, cazó un día su esposo, el abuelo Cecilio, abriendo montañas para sembrar café y cacao.
Nunca la vimos llorar y apenas un poco triste y melancólica en momentos de dolor como muestra de una resiliencia forjada a punta de madrugadas y trabajo de sol a sol desde niña en los cafetales, cuando los únicos muñecos que tuvo para jugar fueron sus propios hermanitos menores.
“Santa Bárbara Bendita” o “San Emilio Bendito”, solía rezar mientras se santiguaba cuando hacía tormenta o temblaba la tierra. Corría entonces a saca ramo bendito de la Semana Santa para quemar en una vasija de barro, como medida de protección. Los dichos y refranes formaban parte de su vida diaria, como las coplas y poemas que recitaba a memoria de los tiempos de la escuela sobre reglas ortografía y urbanidad.
En este país de campesinos, todos llevamos en la memoria unos abuelos luchadores que forjaron familias numerosas y trabajadoras, enfrentando la pobreza y la violencia de sus tiempos. Recordar su historia es revivir la gratitud por aquellas mujeres que sin privilegio alguno forjaron el camino de lucha hacia las conquistas que disfrutamos hoy las nuevas generaciones.