El carguero es uno de los personajes semanasanteros más importantes de la tradición religiosa en Popayán. Sobre sus hombros la responsabilidad de llevar el paso, pero más allá de lo físico, está todo lo que significa el rito de la procesión para los payaneses. Su cuerpo y su mente se preparan para la noche del carguío, en un proceso de introspección y entrega absoluta.

Por: Julián Espinosa Rodríguez
Columnista invitado

El paso se termina de alistar cerca del mediodía. Sólo las señoras que lo adornan con flores se quedan dando los últimos toques a las orquídeas, los helechos y demás. Ya el sitial está templado, el anda impecable, los paramentos de plata brillan como cada año, pulidos y vueltos a pulir por los oficiosos cargueros y por aquellos muchachos que, trapo en mano, van de voluntarios, aspirando a qué el próximo año, o el siguiente, les den la oportunidad de vestir el túnico.

El síndico, responsable hasta el último momento, verifica con lista en mano que los ocho cargueros hayan pagado el barrote y el importe del mausoleo en la Junta Permanente. Todo debe salir perfecto. Es la noche más esperada del año y no permitirá que nada la arruine.

A las 7 de la noche empieza el oficio religioso. Los cargueros y sahumadoras están silenciosamente inquietos. Algunos oran con devoción, pidiendo por una buena noche de carguío y ofreciendo el sacrificio que están a punto de realizar por sus familias;, otros piensan más en las fotos, en que los vean cargar, en su hombría, que en la santidad del momento.

Por fin el señor párroco da la bendición final y suenan las bancas para que empiecen a salir los pasos. Primero, las imágenes más sencillas, igualmente añosas y adornadas, salen en hombros de jovencitos imberbes, que pronto harán su paso a ser cargueros. Hacen el pichón por dos cuadras, sintiendo las andas, que son más pesadas de lo que se ven, en sus juveniles espaldas.

Siguen los pasos grandes, los más lujosos, los que llevan la imagen del Señor o de su Santa Madre. Cada movimiento es un crujir de madera, un tintineo de campanillas, un resoplido de los hombres que las arrastran, pues no caben en hombros por la puerta. En el atrio de la iglesia las alzan los pichoneros, estos sí, fornidos y maduros, pues las enormes moles no son para muchachos.

Los cargueros caminan junto al paso esas primeras cuadras, miran al cielo, se sienten nerviosos, piensan en la noche que van a tener, en el esfuerzo titánico que les espera. Por fin, se acaba el pichón, una fotografía frente al paso con la sahumadora, un abrazo entre cargueros para desearse suerte.

Se acomodan el capirote, revisan los nudos de los cordones de sus alpargatas, respiran profundo y toman su posición junto al barrote que les corresponde. Uno de ellos, que los dirigirá toda la noche, anuncia que va a tocar. Segundos después, da un golpe firme con su mano en el barrote y el público hace una leve exclamación cuando los ocho hombres, con precisión admirable suben el paso en sus hombros, haciendo que los maderos se estremezcan y sus huesos se ajusten. Sin mediar palabra inician su acompasada marcha. Ha empezado para ellos la procesión.