Muchas historias de desamor están precedidas por un largo noviazgo cargado de promesas y sueños en el altar, que terminan hechos pedazos, con una dolorosa lección de vida como esta historia de los 80s.
Por: Afrodita
Nada más dulce que los romances del colegio. El primer amor, que nunca se olvida y los amores fugaces e intensos de los años maravillosos de la adolescencia. Este no fue nada diferente: Entre clase y clase empezó el flirteo que terminó en una declaración de amor, con canciones incluidas, un chocolate y un beso robado.
Todo fue secreto en medio de timideces, hasta que los compañeros lo advirtieron y empezó el relajo alrededor a los dos palomitos que se gustaban. El mejor pretexto para coincidir eran los trabajos en grupo, donde cada uno aportaba su mejor fortaleza, buscando de paso causar la mejor impresión al otro y cuando se percibían solos, un estrechón de manos y un beso fugaz ratificaban el interés mutuo creciente.
Así compartieron tiempos comunes como el campeonato de Inter clases y la Semana Cultural, hasta que llegó la graduación de bachilleres, cuando ya se reconocían como novios y él la visitaba en casa los fines de semana.
Entonces llegó también la Navidad compartida entre las dos familias que se repetiría por siete largos años sin ningún reparo de sus miembros. No eran la pareja perfecta, pero sí una pareja tranquila, feliz, que asistía las fiestas del pueblo con evidente enamoramiento y promesa de boda.
Fue entonces tiempo de decidirse sobre el futuro que querían compartir y estaba latente el deseo de ir a la Universidad. Pasada la inscripción y las pruebas, los dos fueron confirmados en sus programas y llegó el momento de distanciarse, separados en dos ciudades, unidos por la promesa de un amor apasionado que estimuló su confianza en seguir caminando juntos hacia el sueño de convertirse en profesionales.
El correo amoroso
La comunicación no podía romperse, porque la necesidad de compartir permanentemente era mutua y los medios de la época se convirtieron en los grandes aliados: el teléfono fijo, los telegramas y las cartas. Cada fin de semana se llamaban y se contaban sus avances, dificultades y el sueño de verse pronto, mediados por una carta delicadamente escrita en finas esquelas de la época y el sorpresivo telegrama de escasas palabras: “Siempre tuyo en la distancia”, “Amándote como siempre”, “Hoy más que nunca extrañándote”, “Besos para un mes”.
Al regreso de las vacaciones el encuentro no podía ser más emotivo: visitas, regalos, paseos, fiestas; todo alimentaba un creciente amor que les hacía soñar con llegar juntos al altar, tener hijos, hacer una linda familia.
Una Navidad inesperada él la sorprendió con un anillo de compromiso, que los fundió en un romance aún más apasionado, entrando en la discusión de iniciar o no la vida sexual, casarse a escondidas, so pena del castigo familiar sobre sus carreras universitarias o un embarazo inesperado.
La distancia y la cotidianidad de los espacios nunca fue favorable para dar este anhelado paso y cuando menos lo esperaba, ella, la más prevenida para dar este importante paso, recibe la propuesta de “darse una tregua”.
Dolorosa tregua
La noticia le cayó como un baldado de agua fría, porque justo acababan de regresar a vacaciones y era el tiempo de compartir unas semanas de descanso. Él, muy firme en su propuesta no quiso dar mayores explicaciones y ella no quedó nada conforme, convencida que habría una razón oculta para la extraña propuesta. Su comportamiento era inusual: percibía su amor matizado por un raro temor en la mirada, cuando evadía las preguntas.
Recién cumplidos sus 20 años y decidida a jugarse todas sus cartas por su gran amor, aceptó la propuesta a regañadientes y se prometió descubrir qué había detrás de esta extraña sorpresa.
No pasaron muchos días para que sus indagaciones empezaran a ofrecer respuestas. El amor de su vida, su novio y prometido, el mismo que hacía unos meses le había entregado un anillo de compromiso, con quien compartía el fin de año y todas sus vacaciones, acogida siempre por sus padres, que hasta la llamaban “hija”, estaba metido en tremendo lío: Había embarazado a una joven que residía en su misma casa de estudiantes.
La sorpresa fue mayúscula como todo lo que surgió después, cuando advirtió que aquello que tanto había meditado, hizo la diferencia en la relación con otra chica, sin que mediara un romance de años.
Incapaz de llevar su dolor sola, le confrontó, reprochó y cuestionó sin encontrar respuestas claras, entrando en la crisis existencial más fuerte de su juventud: Todo lo que comía lo vomitaba y cayó en una fuerte depresión que sólo le ayudó a superar la inmediatez de las exigencias del trabajo de grado.
Entonces recorrió caminos insospechados de desvelos, llantos, rabia, frustración, rencor y tristeza, un dolor de mujer que no creía merecer.
No fue nada fácil superarlo. Pasado un tiempo, entre dudas y reproches, solo encontró respuesta en un viejo refrán de su generación: “La novia del estudiante no es la esposa del Doctor”. Ni más ni menos, ahí estaba retratada su historia: una larga vivencia de gratos tiempos y sueños compartidos que terminó rota en pedazos, sin más alternativa que echar a andar el doloroso olvido, porque como en el poema de Neruda: “Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido…”.

